Simple y llanamente eso. Me ha llevado casi veintiséis años asimilarlo, pero hecho está: Soy del montón.
Soy una persona de esas que te cruzas por la calle y ni siquiera te distrae por un solo instante. Podría tratar de culpar a los smartphones o al Internet móvil, o a esa basura de playlist que os sugiere Spotify, que aturdiría a cualquiera. La realidad es que no tengo ningún rasgo físico envidiable ni tampoco ninguno excesivamente despreciable y, curiosamente, esto me hace invisible.
Tiene cosas buenas y cosas malas, pero hay quien no puede soportar pasar desapercibido. Yo disfruto de ser el orgulloso portador de una caprichosa cárcel terrenal que no es nada del otro mundo. He aprendido a mitigar mis aspiraciones a base de abusar de la autocrítica y a descartar a todo aquél que huela a complicación o simplemente a pérdida de tiempo.
He renunciado a innumerables sueños por cobardía, a finales felices que podrían haber sido y no serán, pero porque nunca lo fueron del todo en mi cabeza. Ni finales, ni felices. Porque no hay nada más del montón que creer en uno mismo por encima de todo y pensar que si trabajas duro, algún día se hará realidad. O a saber qué te puede llegar a pasar.
Pero si por algo soy del montón es por mi cabeza, que no da para más. Ese runrún. Ese no poder pensar, ni dormir, ni soñar. No hay nada más típico que un viejoven del siglo XXI con sus dramitas de princesa Disney. Y con sus procesiones. Internas, que asfixian, que te aprietan pero no te terminan de ahogar para que vivas un día más. Con su obligatoria falsedad para no asustar a quienes le rodean, ni mucho menos a los que se atreven a acercarse.
Si hay que ser del montón, que sea con razones; que si de verdad lo quieres ser, mejor empieza ahorrándote esas penas. Viaja a Tailandia. Ponte en Facebook una foto de perfil en el Holi Festival que más cerca tengas. Bebe. Folla. Con tu pareja, o alguna cosa de malas maneras y a escondidas. O qué sé yo, no hagas nada.
Es un consejo sincero, ¿de verdad merece la pena la complicación? El pasar de puntillas por la vida de gente que no os llegó a convencer en ningún momento, digo. Comer babas. Arrastrar esa mierda durante años no sé si es muy del montón o no, pero si hay que hacerlo se hace. Ser recomendado por las madres de mis ex, las ex que nunca tuve, las ex de otros que en ese momento no las tenían tanto como ellos hubiesen querido.
Decir que no a todo, por seguridad, simplicidad, por no querer llorar más. Prometerte a ti mismo que el día que lo intentes será la última vez y nunca jamás ver nada que quede a este lado de la frontera entre lo posible y lo imposible. Como si sencillamente no existiese, para qué buscar. Qué necesidad.
Aderezar los pensamientos que van y vienen con el insomnio, los párpados de plomo y una bonita fotofobia. Común, eso sí, que debería ser también del montón.
Perder el interés por todo y todos, empezando por uno mismo. Ser del montón, de un montón pequeño y, quizá, del montón equivocado.
Soy una persona de esas que te cruzas por la calle y ni siquiera te distrae por un solo instante. Podría tratar de culpar a los smartphones o al Internet móvil, o a esa basura de playlist que os sugiere Spotify, que aturdiría a cualquiera. La realidad es que no tengo ningún rasgo físico envidiable ni tampoco ninguno excesivamente despreciable y, curiosamente, esto me hace invisible.
Tiene cosas buenas y cosas malas, pero hay quien no puede soportar pasar desapercibido. Yo disfruto de ser el orgulloso portador de una caprichosa cárcel terrenal que no es nada del otro mundo. He aprendido a mitigar mis aspiraciones a base de abusar de la autocrítica y a descartar a todo aquél que huela a complicación o simplemente a pérdida de tiempo.
He renunciado a innumerables sueños por cobardía, a finales felices que podrían haber sido y no serán, pero porque nunca lo fueron del todo en mi cabeza. Ni finales, ni felices. Porque no hay nada más del montón que creer en uno mismo por encima de todo y pensar que si trabajas duro, algún día se hará realidad. O a saber qué te puede llegar a pasar.
Pero si por algo soy del montón es por mi cabeza, que no da para más. Ese runrún. Ese no poder pensar, ni dormir, ni soñar. No hay nada más típico que un viejoven del siglo XXI con sus dramitas de princesa Disney. Y con sus procesiones. Internas, que asfixian, que te aprietan pero no te terminan de ahogar para que vivas un día más. Con su obligatoria falsedad para no asustar a quienes le rodean, ni mucho menos a los que se atreven a acercarse.
Si hay que ser del montón, que sea con razones; que si de verdad lo quieres ser, mejor empieza ahorrándote esas penas. Viaja a Tailandia. Ponte en Facebook una foto de perfil en el Holi Festival que más cerca tengas. Bebe. Folla. Con tu pareja, o alguna cosa de malas maneras y a escondidas. O qué sé yo, no hagas nada.
Es un consejo sincero, ¿de verdad merece la pena la complicación? El pasar de puntillas por la vida de gente que no os llegó a convencer en ningún momento, digo. Comer babas. Arrastrar esa mierda durante años no sé si es muy del montón o no, pero si hay que hacerlo se hace. Ser recomendado por las madres de mis ex, las ex que nunca tuve, las ex de otros que en ese momento no las tenían tanto como ellos hubiesen querido.
Decir que no a todo, por seguridad, simplicidad, por no querer llorar más. Prometerte a ti mismo que el día que lo intentes será la última vez y nunca jamás ver nada que quede a este lado de la frontera entre lo posible y lo imposible. Como si sencillamente no existiese, para qué buscar. Qué necesidad.
Aderezar los pensamientos que van y vienen con el insomnio, los párpados de plomo y una bonita fotofobia. Común, eso sí, que debería ser también del montón.
Perder el interés por todo y todos, empezando por uno mismo. Ser del montón, de un montón pequeño y, quizá, del montón equivocado.
"Esperar que la vida te trate bien por ser buena persona, es como esperar que un tigre no te ataque por ser vegetariano."
Bruce Lee