Porque estar tan cerca de un amanecer te despeja y calma tanto como lo hace una mirada amiga en un momento complicado.
Es curioso encontrar tu mayor momento de inspiración cuando más al límite se encuentra tu cuerpo, y una vez más llegamos al rincón de la inconsciencia. A medio camino entre la genialidad y la locura, como todo equilibro frágil y quebradizo, destinado a desequilibrar la balanza hacia uno u otro lado. Creedme, si quedase algo por intentar, ya lo habría intentado.
Es importante no olvidar que las mejores y peores decisiones de tu vida han sido tomadas en estas despreciables horas, que te invitan a equivocarte, a tropezar y volver a tragar polvo. Lo bueno es que el sabor es ya conocido, que te han salido callos de las caídas, que te relames y escupes los restos que ya ni carraspean en tu boca, porque tienes ganas de ir a por más.
Ahora resulta que eres un triste adicto de la decepción y el malestar que te prestan tus fracasos, porque así se te ha presentado y no eres nadie para hacerlo cambiar. Que la peor de tus pesadillas se ha hecho realidad, todo aquello que detestabas es tu seña de identidad, el asco y repulsión de mirarse en el espejo y no reconocerse. Esa puta manía de racionalizar los sentimientos como si de algo sirviese.
Es posible que a estas alturas no sepáis de qué os hablo, pero no me tiemblan los dedos al decir nada de ésto, porque todo podría ser el prólogo de una tragicomedia de barrio bajo o un pedazo de servilleta de papel arrugada tirada frente a la puerta de servicio de un patético musical de Broadway en horas bajas.
Aquí me quedo masticando mi asqueroso sandwich de palabras por no poder conciliar un sueño que no tengo. Que nunca he tenido. O que si lo he tenido nunca cumpliré.
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